Hace apenas una semana, en el marco de un proyecto de investigación, tuve el placer de conocer a Ana, una mujer de 73 años con un carácter encantador, una mente aguda y una capacidad comunicativa que irradiaba frescura e inteligencia. Ana participó en un grupo de enfoque sobre la experiencia del cliente senior. Ella desafió con valentía los estereotipos generacionales, demostrando que la edad no es un impedimento para sumergirse en el mundo digital. con su teléfono inteligente Como fiel compañero, dominaba WhatsApp, hacía compras online y no dejaba pasar un día sin realizar una videollamada con amigos y familiares. Sin embargo, a pesar de su destreza tecnológica, Ana se sintió atrapada en un mundo donde la tecnología parecía haber desplazado a la humanidad y la empatía.

La relación de Ana con su banco se extendió por más de medio siglo, una lealtad que parecía arraigada en la inercia. Últimamente, esta relación se había convertido en una fuente constante de frustración para ella. Ana se sintió tratada como una estadística, una cifra en un sistema automatizado, cuando en realidad anhelaba ser reconocida como una persona con derechos y no como un simple número en una base de datos. Sus expectativas eran modestas, pero su deseo de ser tratada “como antes, ni más ni menos, con alguien a quien preguntar por mis cosas; ¡Creo que es mi derecho!”

Con humor y resignación, Ana bromeaba sobre la necesidad de implementar cursos de imitación. Su hija, en un acto de desesperación, solía llamar a su banco haciéndose pasar por ella ante las dificultades de Ana para comunicarse con un gestor humano. Y cuando finalmente logró hablar con alguien, no entendía lo que decían, estaba en otra longitud de onda. La ironía fue que, para solicitar una cita con un gerente en persona, Ana tenía que navegar por una aplicación llena de contraseñas y confirmaciones de mensajes, una experiencia que le resultaba abrumadora. Para escapar de la aplicación tienes que usar la aplicación.

Programar una conversación, o una cita en persona, misión imposible.

La experiencia con su banco se había convertido en un auténtico desastre, ya que a pesar de la publicidad que decía que era “su banco”, Ana se sentía impotente. No podía cambiar de entidad, ya que consideraba que todos los bancos eran iguales, ni realizar operaciones sencillas y sin complicaciones. Muchas veces dependía de la ayuda de vecinos y amigos para realizar traslados o verificar sus movimientos.

Retirar dinero del cajero automático también era un desafío creciente, ya que cada día había menos cajeros automáticos y más alejados. A pesar de todo esto, el banco llamaba a Ana frecuentemente para ofrecerle productos o servicios, pero ella no podía llamar para recibir la atención que merecía como cliente. “Para eso usan el teléfono los sinvergüenzas”, dice enfadada.

Ana es sólo un ejemplo de las muchas personas mayores o no tan hábiles en el uso del móvil que se enfrentan al dilema de la digitalización en un mundo financiero cada vez más tecnológico. La imposición de la digitalización va en contra de la ley de la oferta y la demanda, y se asemeja más a las prácticas de un mercado oligopólico. Hablamos de omnicanalidad, pero en realidad ofrecemos una experiencia de cliente de baja calidad y obligamos a las personas a sumergirse en un mundo digital que no todo el mundo puede entender.

Es lamentable desde el punto de vista del marketing: someter e imponer al cliente, rehén, los canales que a mí, como proveedor, me gustan.

Es hora de encontrar el equilibrio entre la eficiencia digital y la atención personalizada, respetando los derechos de los clientes, independientemente de su edad.

Con información de Digiday

Leer la nota Completa > El marketing y la experiencia del cliente ‘silver’ y el dilema de la digitalización obligatoria | Investigación

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